Si bien es cierto el concepto de «causa y efecto» está bastante acendrado en el cristianismo, sobre todo en la creencia de «todo aquel que haga el bien recibirá el doble» sugerida en diversas enseñanzas de la Biblia, la Ley del Karma es básicamente una de las columnas vertebrales de las religiones dhármicas (esta expresión, «religiones dhármicas», constituye en realidad una redundancia, ya que «dharma» significa en sánscrito, «religión») como el budismo, el hinduismo, el jainismo, entre otras, todas ellas profesadas en el Oriente Medio y Lejano. Según esta ley, todas las acciones del ser humano definen las experiencias que tenga en la vida. Incluso el karma en su acepción original define que hasta la apariencia física, la salud y el bienestar integral son consecuencias directas del comportamiento y acciones realizadas durante la vida.
Ahora bien, esta idea del karma se extiende a las «otras vidas» que haya tenido una persona, de forma tal que aquellas cosas, buenas o malas, que una persona experimente durante su vida en el momento actual, pueden haber quedado establecidas como consecuencia de lo que haya hecho en vidas anteriores, asumiendo que esta vida es en realidad una de las tantas reencarnaciones que ha tenido el individuo. Este concepto de reencarnar o renacer no es aceptado por la religión católica, que tiene como una de sus bases dogmáticas a la resurrección en el plano espiritual, mas no admite que el alma, espíritu o mente (la esencia del ser humano) pase varias veces por este mundo, en épocas y cuerpos diferentes. Sin embargo es común que muchas personas hablen del «karma» como algo que los persigue, de manera inevitable, y que es la causa de todo (o casi todo) lo que le ocurre, sobre todo si son cosas malas.
La difusión de la Ley del Karma en Occidente se da en dos momentos diferentes de la historia: el primero corresponde a la antigüedad, cuando se establece una escuela de budismo en una de las ciudades del Medio Oriente fundadas por el conquistador griego Alejandro Magno, aproximadamente en el siglo IV antes de Cristo. Centurias después, en los siglos XIX y XX de nuestra era, la cultura popular occidental fue ampliamente permeable a doctrinas espirituales y religiosas que provenían del mundo islámico, árabe, indio y chino, producto de las largas colonizaciones francesas y británicas en estos territorios (en el África también se habla de la reencarnación como elemento fundamental de la creencia espiritual). De esta forma, conceptos y prácticas como el zen, el yoga, el hinduismo, la meditación trascendental, el sexo tántrico y, por supuesto, el karma, pasaron a formar parte del vocabulario habitual en diversos sectores sociales y artísticos, lo cual facilitó su expansión, aunque de formas bastante más superficiales que las verdaderas.
El vocablo «karma» proviene de «kri» que significa «acción» o «hacer» pero en la religión budista, por ejemplo, el karma no se limita a la acción física sino que además incluye los pensamientos y las palabras, de forma tal que todo aquello que una persona hace, dice o piensa queda registrado en la gran memoria cósmica que, finalmente, se reflejará de forma inevitable en las siguientes vidas. Si una persona fue «muy buena» durante sus vidas pasadas tendrá vidas futuras marcadas por el bienestar, aun cuando no se esfuerce mucho por alcanzarlo. Si por el contrario, una persona fue «muy mala» en sus vidas previas, la Ley del Karma se manifestará con una vida presente infeliz, también al margen de lo que esa persona esté haciendo en el momento actual. Estos conceptos se cruzan con dogmas de moral y ética, pero también con la suerte, buena o mala, que en este caso se justifican por aquello que uno hizo, pensó o dijo, incluso antes de haber nacido.
Sin embargo, la Ley del Karma también admite la posibilidad de que este destino, que no es más que la acumulación de todo lo vivido en vidas anteriores, no sea inexorable. Y propone para superar sus consecuencias una profunda dedicación a la vida espiritual, la práctica esforzada y escrupulosa de todo aquello que redefina al individuo como merecedor del cambio cósmico. Esto, en términos occidentales es casi imposible pues todo lo que significa la realización de esfuerzos, todo lo que sea realmente trabajoso (superación intelectual, crecimiento espiritual, desapego de lo material, interés por cuestiones profundas en lugar de fascinación por lo superficial) no es del agrado del ciudadano occidental promedio, salvo honrosas y minoritarias excepciones.