Combate del 2 de Mayo: El verdadero sello de nuestra independencia, 150 años después
Entre 1821 y 1866 habían transcurrido 45 años, los suficientes como para cimentar la independencia proclamada por el general argentino don José de San Martín en aquel histórico 28 de julio, que hasta hoy celebramos como aniversario de nuestra patria. Sin embargo, en esas cuatro décadas y media la vida política del Perú fue extremadamente inestable, con una serie de enfrentamientos internos y gobiernos que se deponían unos a otros, impidiendo de esta forma una sólida consolidación de nuestro nuevo perfil nacional. Diversos problemas políticos como los generados entre los años 1836-1839 con la frustrada Confederación Perú-Boliviana y las entradas y salidas del poder de personajes tan disímiles como Agustín Gamarra y Ramón Castilla, el primero recordado por su oposición a Andrés Santa Cruz, principal impulsor de la alianza con Bolivia; y el segundo, célebre por sus medidas contra la esclavitud. En estas idas y vueltas, más de 40 personas gobernaron el Perú ya sea en periodos completos -como Castilla, entre 1945 y 1951- o intermitentes, que duraban meses, semanas y hasta días. En ese contexto de profunda inestabilidad política, España sacó a relucir, 41 años después de la Capitulación de Ayacucho, unas deudas pendientes que motivaron varias discusiones, marchas y contramarchas, que motivaron finalmente la firma del famoso Tratado Vivanco-Pareja, durante el mandato de José Antonio Pezet Rodríguez, en el que el Perú reconocía esa deuda. Esta fue una de las razones por las que Mariano Ignacio Prado derrocó a Pezet en 1965, año de la firma de ese inconveniente acuerdo, preparando el camino para la gesta naval que convirtió en héroe a José Gálvez Egúsquiza y motivó, entre otras cosas, la fundación de la céntrica Plaza Dos de Mayo. Aquí este momento contado por el historiador Juan Luis Orrego (artículo publicado el 1 de mayo de 2016 en el suplemento El Dominical de El Comercio.
El Combate del 2 de Mayo: Cuando España perdió los papeles
autor: Juan Luis Orrego (nota editada por Blog DM)
Un Estado en crisis, la riqueza del guano e intereses de grupos económicos desencadenaron hace 150 años un combate que ha pasado a la historia como una gesta colectiva, nacional y continental por evitar que la antigua metrópoli recupere sus dominios en el Pacífico Sur.
En efecto, entre 1864 y 1866, se desató un conflicto con España, entonces gobernada por Isabel II… Todo se remontaba a la Independencia, cuando la población tuvo que apoyar, ya sea por convicción o por coacción, a uno u otro bando, con dinero, joyas y diversos bienes “secuestrados” o incautados. Eso generó una deuda: los generales realistas o patriotas firmaban papeles con la promesa de honrar aquella colaboración al conseguir la victoria. Cuando cayeron los realistas, en la Capitulación de Ayacucho, los patriotas reconocieron una deuda con España, que incluía las contribuciones de los que defendieron la fidelidad a Fernando VII.
Pero el nuevo Estado republicano nació sin fondos, en medio de una debacle que se acentuó por los 20 años que siguieron a la Independencia: violencia social, guerra civil y caudillismo militar. En ese caos no podía cubrir ninguna deuda. Y no solo con España, sino también con Chile, Argentina y Colombia, que tenían cuentas pendientes por el envío de las tropas de San Martín y Bolívar.
Con el advenimiento de Ramón Castilla, y con el período de aparente paz política y estabilidad económica que se avizoraba debido a la venta del guano, los poseedores de los títulos de la deuda de la Independencia vieron la oportunidad de empezar a cobrar. Pero la famosa Ley de Consolidación de la Deuda Interna, dada por Castilla en 1847, solo consideró los préstamos otorgados a los patriotas. Continuaba la frustración para el otro bando. Un sector de la opinión pública aplaudió la decisión de Castilla: reconocer la deuda con los realistas era asumir que aquella guerra fue injusta. Ya afloraban los argumentos nacionalistas.
Si algo requería la España decimonónica era dinero, no reconquistar territorios de ultramar, tarea imposible dado el nuevo escenario americano, de repúblicas en vías de consolidación y de hegemonía británica, por más que la invasión francesa en México hiciera reverdecer sueños imperiales y monárquicos.
Un aislado incidente en la hacienda Talambo, en la costa norte peruana, donde murió un trabajador español, fue la excusa perfecta para desatar un escándalo diplomático-militar. La escuadra española tomó en 1864 las islas de Chincha, principal yacimiento de guano, y se inició la presión. El general Juan Antonio Pezet, presidente de entonces, cedió y firmó el Tratado Vivanco-Pareja, que reconocía la deuda, se comprometía a cubrir los gastos de la flota invasora y aceptó recibir a un comisario regio, como en los tiempos del Virreinato.
Los dos episodios más dramáticos del conflicto fueron desencadenados por la escuadra española, ambos en 1866: los bombardeos de Valparaíso (31 de marzo) y del Callao (2 de mayo). El primero significó la destrucción del principal puerto chileno; y el segundo, un combate en el que ambos bandos se adjudicaron la victoria. En el caso peruano, fue el éxito político de Mariano I. Prado, la aparición de José Gálvez como héroe nacional y una gesta popular, pues militares y civiles se unieron en la defensa del Callao.
La guerra distrajo por algunas semanas a los españoles del permanente caos político en el que vivían: los bombardeos a Valparaíso y al Callao capturaron la atención del pueblo. Ese triunfalismo se desvaneció el 22 junio, cuando se sublevó el cuartel de artillería de San Gil, en Madrid, contra Isabel II y el gobierno de Leopoldo O’Donnell, protegido de la reina. La monarquía se tambaleaba.
Tras un armisticio convenido en 1871, la paz llegó con la firma del Tratado de París en 1879, que estableció el “olvido del pasado”, la amistad permanente y el nombramiento de diplomáticos. Por fin, España reconocía al Perú como república independiente. Perdieron los acreedores. Ganó la soberanía de la joven república.
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